¿Qué significa Romanos capitulo 8?
Romanos 8 es uno de los capítulos más queridos de todas las Escrituras. Pablo comienza y termina este pasaje con afirmaciones acerca de la seguridad absoluta que tienen aquellos que están en Cristo. Primero, no hay ninguna condenación, en absoluto, para aquellos en Cristo. Por último, nada podrá separarnos del amor que Dios tiene por nosotros en Cristo; con esto, se refiere a aquellos que se han salvado a través de su fe en Jesús (Romanos 3:23–26). Tal y como aclaran las Escrituras, la promesa de la salvación solo se les ofrece a aquellos que creen en Cristo (Juan 3:16–18). Aquellos que rechazan a Jesús rechazan a Dios (Juan 8:19) y no serán salvos (Juan 3:36). Para aquellos que llegan a la fe en Cristo, su salvación está absolutamente garantizada (Juan 10:28–29). Las dificultades pueden poner a prueba su fe y fortalecerla (Hebreos 12:3–11), pero nunca implican que Dios los haya abandonado (1 Juan 3:1). Ahora Pablo explica por qué todo esto es verdad.Pablo nos ofrece otra explicación simple del evangelio: las buenas nuevas de Dios sobre la vida de Su Hijo en la tierra y la existencia de la muerte en la tierra debido a nuestros pecados. El sacrificio de Jesús permitió que se cumpliera la ley y se hiciera justicia por el pecado humano. A los que llegan a la fe en Cristo se les describe como personas que viven de acuerdo con el Espíritu Santo de Dios; dejamos de vivir según la carne, mientras que los no cristianos continúan viviendo según la carne. Los que viven según la carne, lo cual significa vivir la vida anteponiendo el ego antes que a todo lo demás, están en una situación de hostilidad contra Dios, y por eso no pueden servirlo y adorarlo (Romanos 8:1–8).
El Espíritu de Dios vive en cada cristiano. Si alguien no tiene el Espíritu, entonces esa persona no es cristiano o cristiana. El Espíritu que Dios nos dio es el mismo Espíritu Santo que levantó a Cristo de entre los muertos; el mismo espíritu que también nos resucitará después de que estos cuerpos destrozados por el pecado hayan muerto (Romanos 8:9–11).
Este Espíritu de Dios no es un espíritu de esclavitud. Dios no nos salvó simplemente para obligarnos a cumplir Sus órdenes. En cambio, este Espíritu es un espíritu de adopción. Dios nos convierte en sus hijos y en sus hijas. Su Espíritu nos hace capaces de clamar a Dios como un niño clama a su padre. Puesto que somos herederos de Dios, compartiremos todas las glorias del reino de Dios con Cristo para siempre (Romanos 8:12–17).
También compartimos el sufrimiento de Cristo, incluido el sufrimiento diario de vivir en este planeta, el cual está lleno de pecado. Pablo se apresura a decir que no vale la pena comparar nuestro sufrimiento en esta vida con las glorias de la eternidad, pero no dice que este sufrimiento no duela o no sea difícil de tratar en ocasiones. De hecho, Pablo dice que gemimos junto con toda la creación bajo las consecuencias del pecado. Todos estamos esperando. La creación espera a que los hijos de Dios sean revelados y que todo vuelva a ser correcto una vez más. Nosotros, los hijos de Dios, esperamos a que nuestra adopción se complete en la redención de nuestros cuerpos. Cuando eso suceda, podremos estar con nuestro Padre (Romanos 8:18–25).
Hasta entonces, esperamos y sufrimos, aunque no lo hacemos solos. Dios está con nosotros espiritualmente en la forma de Su Espíritu Santo, quien nos ayuda de muchas formas diferentes. Por un lado, nos ayuda a llevar nuestras oraciones, incluso las que no tienen forma, a los oídos de Dios. El Espíritu intercede por nosotros ante un Dios que escudriña nuestros corazones (Romanos 8:26–27).
Mientras esperamos, también podemos estar absolutamente seguros de una cosa: Dios siempre está con nosotros. Dios dispone todas las circunstancias para el bien de los que lo aman. Dios nos eligió antes de que lo conociéramos y nos destinó a ser llamados, justificados y glorificados (Romanos 8:28–30).
El hecho de que Dios esté a nuestro lado significa que nadie podrá presentar ninguna acusación contra nosotros. Dios ya nos ha justificado. Cristo está intercediendo por nosotros en el sentido de que pagó por todos y cada uno de los pecados con Su propia sangre (Romanos 8:31–36).
Eso nos devuelve al punto de partida: nada puede separarnos, sin importar cuán terrible sea, sin importar cuán poderoso sea, del amor que Dios siente por nosotros en Cristo (Romanos 8:37–39).